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jueves, 24 de octubre de 2013

VII Unidad

Edad contemporánea

 
La carga de los mamelucos, de Francisco de Goya, 1814, representa un episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos, convertidos en protagonistas de su propia historia y a los que se les había proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron favorablemente la imposición de la libertad que suponía la extensión de los ideales revolucionarios franceses mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la extensión de la Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y políticos no implicaba su orientación progresista, sino que penduló de un extremo a otro del espectro político.
Pittsburgh en 1857. La Edad Contemporánea generó un nuevo tipo de paisaje industrial y urbano de gran impacto en la naturaleza y en las condiciones de vida. La revolución de los transportes y de las comunicaciones permitió que la unidad de la economía-mundo lograda en la Edad Moderna se aproximara más aún al acortar el tiempo de los desplazamientos y aumentar su regularidad.
Le Démolisseur, de Paul Signac, 1897-1899. Además de ser una obra estéticamente vanguardista (técnica del puntillismo), la elección consciente de un protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico conducen a su lectura alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.
Podemos hacerlo, indica un cartel de propaganda (1942, durante la Segunda Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el trabajo de la mujer, un paso decisivo en su emancipación.
Mujeres de Afganistán, en el año 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera deseado suprimirse junto con otras opresiones durante la república socialista (durante la cual se inició la guerra civil); pasó a ser obligatorio como parte de la re-islamización durante el régimen de los talibanes (1996-2001), y sigue siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para la intervención internacional en la actual guerra.
Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 224 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.[1]
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.[2]
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político),[3] puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral[4] contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,[5] consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda este como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).[6]
En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés, holandés, belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades,[7] personales o individuales,[8] colectivas o grupales,[9] muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, estéticas,[10] culturales, deportivas, o generadas por una actitud -pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea.[11]

 

 

Modernidad: ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división tripartita en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la historiografía europea continental (especialmente la francesa o la española), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para los historiadores anglosajones, que prefieren utilizar el término Later o Late Modern Times o Age ("Últimos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age ("Tempranos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"), mientras que restringen el uso de Contemporary Age para el siglo XX, especialmente para su segunda mitad.[12]
La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.; entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo; y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo (como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno, con notables excepciones.
Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos (irracionalismo, vitalismo, existencialismo, escuela de Frankfurt);[13] en los rasgos más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno (expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la la gran transformación[14] de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la modernidad" fueron de hecho nuevas variantes del discurso moderno.[15]

La "Era de la Revolución" (1776-1848)

En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[16] Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Revolución industrial

Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.
Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.
La revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la revolución neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces los siguientes milenios de prehistoria e historia.
La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos (especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la patata). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto, Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,[17] era necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces, empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos (domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles (factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente, en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.
La revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica (transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados (especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

¿Por qué Inglaterra

La revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores, cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes.
Como factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución industrial temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde mediados del siglo XIX. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional, no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de suministro (la madera, a pesar de ser fuente renovable, está limitada por la deforestación; mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable, solo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el precio y las posibilidades técnicas de extracción).
Como factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había atravesado la llamada crisis del siglo XVII de una manera particular: mientras la Europa meridional y oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la guerra civil inglesa (1642-1651) y la posterior revolución gloriosa (1688) determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria (definida ideológicamente por el liberalismo de John Locke) basada en la división de poderes, la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del sistema de patentes industriales.
Como factor geoestratégico, durante el siglo XVIII Inglaterra construyó una flota naval que la convirtió (desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) en una verdadera talasocracia dueña de los mares y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de las Trece Colonias, emancipadas en la Guerra de independencia de Estados Unidos (1776-1781), controlaba, entre otros, los territorios del Subcontinente Indio, fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba: rule the waves (gobierna las olas).
Ironbridge.
El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro

La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos. Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves -1764-, water frame de Richard Arkwright -1769, movida con energía hidráulica, aplicada en Cromford Mill desde 1771- y spinning mule o mule jenny de Samuel Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico (power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados, poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Ironbridge, 1781). El vapor, el carbón y el hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización. El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización, e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.
Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885. La patata se convirtió en un alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas hambrunas, como el hambre de Irlanda de 1845-1849, que además originó una emigración masiva.

Oposición a los cambios

Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.[18] No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra (Mánchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por el contrario, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a mediados del siglo XIX para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos, vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad económica, la ley de bronce), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los miserables de Víctor Hugo, o Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que también creaban las condiciones (objetivas en terminología marxista) para el surgimiento de una conciencia de clase y el inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo inglés.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto; a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de pueblos y a las Cruzadas. (...)
Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. (...)
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
... ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continente enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
... toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. (...)
Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía.
Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios.
Karl Marx, Manifiesto comunista, I Burgueses y proletarios, 1848.[19]

Revolución demográfica

Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de hijos).
Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.[20] Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes,[21] italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales

Contexto social, político e ideológico

Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph von Menzel (reconstrucción historicista, de hacia 1850; el hecho representado sucedió cien años antes).
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial inglesa afectasen de forma notable a otros países, el poder económico creciente de la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo Régimen (casi todas las demás europeas, a excepción de los Países Bajos) con los privilegios de los dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales (clero y nobleza). La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía autoritaria, ya había empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV. La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo XVIII fue haciendo a los burgueses cobrar conciencia de su propio poder, y encontraron expresión ideológica en los ideales de la Ilustración, divulgados notablemente con L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios monarcas absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria, Federico II de Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a quienes se atribuyen distintas variantes de la expresión todo por el pueblo, pero sin el pueblo.[22] Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba evidenciado cada vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización, desvinculación, libertad de mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios, monopolios y aduanas interiores, igualdad legal); mientras que las intocables cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia del absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La resistencia de las estructuras del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con movimientos revolucionarios de base popular, que en los territorios coloniales se expresaron en guerras de independencia.
En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y el constitucionalismo. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua (Cicerón o la escolástica), pero se asociaba al orden supramundano. Los ilustrados (Locke o Rousseau) defendieron la idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa (como la de ser "hijos de Dios"). La secularización de la política no implicaba necesariamente el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo ser el personaje más polémico de la época.
Estos derechos son "derechos naturales", se conciben como anteriores a la ley del Estado por oposición a los "derechos positivos" consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos. Los "derechos del hombre" son recogidos en una Constitución ("derechos constitucionales") pero no creados por ella. Las constituciones o las declaraciones de derechos explícitamente declaran que tales derechos pertenecen al hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún hecho propio o ajeno, o por una condición particular (nacionalidad, lugar o familia de nacimiento, religión, etc.).[23]
Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la corrupción inherente al ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar la libertad individual limitándolo mediante una "Constitución Política", prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre sus preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (Montesquieu, El espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio de voluntad general, soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social, 1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las exigencias de la razón y que proporcionara más felicidad pública (o más bien permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada individuo). Tal constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía que reside en la nación y en los ciudadanos (no en el monarca, como predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo XVII: Hobbes o Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder judicial habría de ser independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento que represente a la nación y sea elegido por el pueblo, o al menos en su nombre, por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o menos amplia o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo británico posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo doctrinal del liberalismo político.
Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo ese ejemplo, reconocido en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la Constitución de los Estados Unidos de América (1787), está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por una constitución escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la ideología de la Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de que el proceso jurídico británico se había producido en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década. El texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada, al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas adiciones y decantado con en el paso de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en el continente europeo fueron la polaca (3 de mayo de 1791)[24] y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la efímera República Corsa (1755-1769).[25] Las primeras españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra de Independencia Española: la redactada en Bayona por los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En la América Hispánica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista latinoamericano. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó la Constitución de la Gran Colombia (incluía las actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) el 15 de febrero de 1819.

Independencia de Estados Unidos

The tree of liberty must be refreshed from time to time with the blood of patriots and tyrants
El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con sangre de patriotas y tiranos.
La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787) comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que se denominó Carta de Derechos (1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.
Los ingleses se habían instalado en las Trece Colonias de la costa noroccidental americana desde el siglo XVII. Durante la gran guerra colonial entre Inglaterra y Francia (1756-1763), y que fue correlato americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de hasta qué punto sus intereses eran divergentes de los de la metrópolis (imposibilidad de recibir un trato equilibrado, o de ascender en el ejército), así como de los límites de la capacidad de esta y de su propio poder. En los años siguientes, ante apremiantes necesidades fiscales, se intentó incrementar la extracción de recursos de las colonias imponiendo tasas sin ningún tipo de control local ni representación en su discusión. Tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los casacas rojas (las tropas inglesas, llamadas así por el color de su uniforme) tuvieron las primeras refriegas en incidentes menores cuya importancia se magnificaba convirtiéndolos en simbólicos (Masacre de Boston, 1770, Motín del té, 1773). En 1776, en un Congreso Continental reunido en la ciudad de Filadelfia, representantes enviados por los parlamentos locales de las Trece Colonias proclamaron la independencia. La guerra, liderada por George Washington en el lado colonial, que recibió el apoyo internacional de España y Francia, terminó con la completa derrota de los ingleses en la batalla de Yorktown (1781). En el Tratado de París (1783) se reconoció por Inglaterra la independencia de los Estados Unidos.
Durante los primeros años hubo dudas sobre si las Trece Colonias seguirían cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o si formarían una única nación. En un nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia, conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los estados miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución de 1787. La Federación, denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna (sobre todo de las numerosas enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos iniciales) en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la práctica política del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e incluso en el ejemplo de un peculiar sistema político indígena americano (la confederación iroquesa).[27] El sistema político se basó en un fuerte individualismo y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca existentes en ningún ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en cuestiones propias de la vida privada y al respeto a las libertades públicas (conciencia, expresión, prensa, reunión y participación política, posesión de armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la felicidad (Life, liberty and the pursuit of happiness[28] ). La construcción de la democracia, en muchas de sus implicaciones, como el sufragio universal, no fue de rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la esclavitud, que diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones indias, por cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e independencia pasaron a ser dos referentes simbólicos de la nueva nación, y durante mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del mundo.

Revolución francesa e Imperio napoleónico

Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra Inglaterra, con tropas comandadas por el Marqués de La Fayette; pero aunque la intervención fue exitosa militarmente, le costó cara a la monarquía francesa, y no solo en términos monetarios. Sumada a la deuda cuyos intereses ya se llevaban la mayor parte del presupuesto, y en medio de una crisis económica, llevó a la monarquía al borde de la quiebra financiera. Las deposiciones sucesivas de Calonne, Turgot y Necker, los ministros que proponían reformas más profundas, hicieron al gobierno de Luis XVI aún más impopular. El rey, sin apoyo entre la aristocracia que controlaba las instituciones (negativa de la Asamblea de notables de 1787), aceptó como mejor salida convocar a los Estados Generales, parlamento de origen medieval en el que estaban representados los tres estamentos, y que no se reunía desde hacía más de cien años. Durante la elección de los diputados, se habían de redactar cuadernos de quejas, peticiones que representaban el pulso de la opinión de cada parte del país. Siguiendo el argumentario ilustrado, las del Tercer Estado (el pueblo llano o los no privilegiados, cuyo portavoz era la burguesía urbana) pedían que los estamentos privilegiados (clero y nobleza) pagaran impuestos como el resto de los súbditos de la corona francesa, entre otras profundas transformaciones sociales, económicas y políticas. Una vez reunidos, no hubo acuerdo sobre el sistema de votación (el tradicional, por brazos, daba un voto a cada uno, mientras que el individual favorecía al Tercer Estado, que había obtenido previamente la convocatoria de un número mayor de estos). Finalmente, los diputados del Tercer Estado, a los que se sumaron un buen número de nobles y eclesiásticos próximos ideológicamente a ellos, se reunió por separado para formar una autodenominada Asamblea Nacional.
El 14 de julio de 1789 el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la fortaleza de La Bastilla, símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los acontecimientos, hizo concesiones a los revolucionarios, que tras la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la eliminación de las cargas feudales, en lo relativo a la forma de gobierno solo aspiraban a establecer una monarquía limitada como la británica, pero con una Constitución escrita. La Constitución de 1791 confería el poder a una Asamblea Legislativa que quedó en manos de los más radicales (los miembros de la Constituyente aceptaron no poder ser reelegidos) y profundizó las transformaciones revolucionarias. Tras el intento de fuga del rey, este quedó prisionero, y en 1792 la Francia revolucionaria hubo de rechazar la invasión de una coalición de potencias europeas, decididas a aplastar el movimiento revolucionario antes de que el ejemplo se contagiase a sus territorios. La eficacia del ejército revolucionario, motivado por el patriotismo (La Marsellesa, La patrie en danger -La patria en peligro-, Levée en masse -Leva en masa-[30] ) y la defensa de lo conquistado por el pueblo, frente a los desmotivados ejércitos mercenarios, cuyos oficiales no lo eran por mérito, sino por nobleza, demostró ser suficiente para la victoria. En el interior, la revuelta del 10 de agosto de 1792, protagonizada por los sans culottes (la plebe urbana de París) forzó a la Asamblea a sustituir al rey por un Consejo provisional y convocar elecciones por sufragio universal a una Convención Nacional, que dominaron los jacobinos. Su política de supresión de toda oposición, el llamado Terror (1793-1795), eliminó físicamente a la oposición contrarrevolucionaria (muy fuerte en algunas zonas, como la Vendée) así como a los elementos revolucionarios más moderados (girondinos), mientras los que pudieron huir (nobles y clérigos refractarios, que no habían aceptado jurar la constitución civil del clero) salían al exilio. Se estableció un régimen político republicano, que transformó incluso el calendario, establecía un sistema de precios y salarios máximos (ley del máximum general) y controlaba todos los aspectos de la vida pública mediante el Comité de Salud Pública dirigido por Robespierre. El número de ejecuciones, por el igualitario método de la guillotina fue muy alto, e incluyó al rey y a la reina, así como a varios de los propios jacobinos, como Danton, y a un gran científico, Lavoisier (en ocasión de su condena, se dijo: la revolución no necesita sabios). Un golpe de estado (conocido como reacción thermidoriana, por el nombre en el nuevo calendario del mes en que se produjo) acabó físicamente con Robespierre y su régimen e instauró un sistema mucho más moderado, del gusto de la burguesía: el Directorio (1795-1799).
Modelo de proceso revolucionario
La Revolución francesa asentó así un modelo de proceso revolucionario dividido en fases: iniciada con una revuelta de los privilegiados, pasa por una fase moderada y una fase radical o exaltada para acabar con una reacción que propicia la plasmación de un poder personal. Las expresiones, comunes en la historiografía, destacan por su similitud con las fases en que se dividió la Revolución rusa. Georges Lefebvre señala tres fases en la primera parte de la revolución: aristocrática, burguesa y popular. Para Carlos Marx (en su estudio comparativo que tituló El 18 Brumario de Luis Bonaparte), el proceso de la revolución de 1789 fue ascendente, mientras que el de la de 1848 fue descendente.[31]
Para Hannah Arendt, mientras que la Independencia de los Estados Unidos sería un modelo de revolución política, y de ahí su continuidad, la Revolución francesa sería un modelo de revolución social, y de ahí su fracaso, como el de las revoluciones que siguen su modelo (especialmente la rusa); pues (como planteaba ya Alexis de Tocqueville) los logros políticos de la libertad y la democracia solamente se consolidan cuando son el resultado de procesos sociales y económicos anteriores, y no cuando se plantean como requisitos previos para conseguir estos.[32]
La analogía entre los periodos de la historia de Roma (Monarquía-República-Imperio) y los mucho más efímeros de la Revolución de 1789 (repetidos en la evolución posterior de la historia de Estados Unidos)[33] no dejó de ser tenida en cuenta por los propios contemporáneos, que no solo se inspiraban en la antigüedad grecorromana para el arte neoclásico, sino también para su sistema político y sus símbolos (gorro frigio, fasces, águila romana, etc.).
Napoleón Bonaparte
En ese contexto se inició la carrera de Napoleón Bonaparte, un militar proveniente de una oscura familia de provincias que nunca hubiera conseguido ascender en el ejército de la monarquía, y que se convirtió en un héroe popular por sus campañas en Italia[34] y en Egipto y Siria. En 1799 se sumó a un nuevo golpe de estado que derribó al Directorio e instauró el Consulado, del que fue nombrado primer cónsul para, en 1804, proclamarse Emperador de los franceses (no de Francia, en una sutil diferenciación con el régimen monárquico que pretendía mantener los ideales republicanos y de la revolución). En sus años en el poder (hasta 1814, y luego el breve periodo de los cien días de 1815), Napoleón consiguió dejar un extenso legado. Consciente de que no podía retomar el Derecho del Antiguo Régimen, pero sumergido en el marasmo de la atropellada y caótica legislación revolucionaria, dio la orden de compendiar todo ese legado jurídico en cuerpos legales manejables. Nació así el Código Civil de Francia o Código Napoleónico, inspiración para todos los demás estados liberales, y que contribuyó a propagar la Revolución en cuanto superestructura jurídica que expresaba la sociedad burguesa-capitalista. Le siguieron después un Código de Comercio, un Código Penal y un Código de Instrucción Criminal, este último antecedente del derecho procesal moderno. Emprendió una serie de reformas administrativas y tributarias, que eliminaron privilegios y fueros territoriales a favor de una nación unitaria y centralizada, que concebía como un Estado de Derecho (en sus propias palabras: el hombre más poderoso de Francia es el juez de instrucción). Para sustituir a la antigua nobleza creó la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, que reconocía no el privilegio de cuna o la riqueza, sino el mérito personal. Su círculo de confianza, compuesto por parientes como sus hermanos José o Jerónimo, y generales como Murat o Bernardotte, terminaron ocupando tronos europeos. Frente a la descristianización emprendida en el Terror, aprovechó la sumisión del papado para la firma de un Concordato que ponía el clero bajo control estatal, pero garantizaba la continuidad del catolicismo como religión de Francia, pretendiendo simbolizar con ello la reconciliación de los franceses.[35] El régimen político, jurídico e institucional napoleónico, reconducción en un sentido autoritario de los ideales revolucionarios de 1789, se transformó en modelo para muchos otros por todo el mundo.

Independencia Hispanoamericana

En color azul, los territorios independizados; en rojo, los reocupados.
La parte de América sometida desde el siglo XVI al dominio colonial español y que entre el siglo XVII y comienzos del XVIII había pasado por una situación crítica de descontrol externo (piratería, contrabando generalizado e intervención de otras potencias europeas, destacadamente Inglaterra) mientras se asentaba un cierto autogobierno local en cuestiones internas; para mediados del siglo XVIII ya se había establizado. La estructura social era la de una pirámide de castas en la que, por encima de la gran mayoría de indígenas, mestizos, mulatos y negros (cuya opinión no contaba, y tampoco contó en el proceso de independencia), se alzaba una próspera clase de hacendados y mercaderes españoles nacidos en América (los criollos), que cada vez soportaba peor las numerosas trabas administrativas, legales, burocráticas o mercantiles impuestas por la metrópolis, y la práctica que reservaba comúnmente los altos cargos a peninsulares nombrados en la lejana Corte. Los criollos buscaban no tanto emanciparse como cambiar en su beneficio las relaciones de poder; solo una minoría ideologizada de exaltados, buena parte agrupados en logias masónicas como la Logia Lautarina, tenían la independencia como uno de sus propósitos. Las reformas ilustradas que desde Carlos III fueron relajando el monopolio comercial de Cádiz en beneficio de otros puertos peninsulares o de países neutrales (Decretos de libertad de comercio con América, 1765, 1778 y 1797), no fueron consideradas suficientemente atractivas. Otras propuestas más radicales, que pretendían una reestructuración del sistema virreinal dotando a los reinos americanos de cierto grado de autonomía, no fueron tenidos en cuenta por las estructuras de poder de la monarquía. Las numerosas expediciones científicas que durante el siglo XVIII recorrieron el continente con el objetivo de aumentar control sobre el territorio a partir del conocimiento no tuvieron el resultado deseado.
La independencia no se inició a partir de rebeliones indigenistas, como la de Túpac Amaru (1781); sino que el desencadenante del proceso fue el cautiverio de Fernando VII al inicio de la Guerra de Independencia Española (1808). Napoleón Bonaparte envió emisarios a América para exigir el reconocimiento de su hermano José I Bonaparte como rey de España. Las autoridades locales se negaron a someterse, por razones tanto externas como internas. Externamente era evidente la debilidad de la posición francesa en ese continente (fracasos de Napoleón en retener la Luisiana, vendida a Estados Unidos en 1803, y Haití, independizado en 1804) frente a la más efectiva presencia británica (invasiones inglesas en el Río de la Plata, 1806-07) que gracias a su predominio naval y económico, y a la habilidad con que dosificó su apoyo político a las nuevas repúblicas, terminó convirtiéndose en la potencia neocolonial de toda la zona, y de hecho el principal beneficiario de la disgregación del imperio español. Internamente existía la presión de una movilización popular muy similar a la que simultáneamente estaba produciéndose en la Península, a la que se añadía en este caso el sentimiento independentista (primero minoritario pero cada vez más extendido entre los criollos). El movimiento juntista, en nombre del rey cautivo o invocando el poder nacional soberano (en consonancia con la ideología liberal) organizó Juntas de Gobierno convocadas en cada capital de gobernación o virreinato, aprovechando la ocasión para introducir reformas económicas, incluyendo la libertad de comercio o la libertad de vientres. Las Juntas americanas no tuvieron una integración, como sí las peninsulares, en las nuevas instituciones que se formaron en Cádiz (Regencia y Cortes de Cádiz), y las autoridades enviadas por estas para restablecer la normalidad institucional en América no fueron recibidas con normalidad. Los elementos más fidelistas o realistas se enfrentaron a los juntistas, mediante maniobras políticas (arresto del virrey Iturrigaray en México) o incluso abiertamente y por mano militar (enfrentamiento entre Miranda y Monteverde en Venezuela o Artigas y Elío en Río de la Plata), sobre todo tras la victoria del bando patriota en la Guerra de Independencia Española, que trajo como consecuencia la reposición en el trono de Fernando VII (1814). En consonancia con la política de restauración absolutista emprendida en la Península, se inició una movilización militar para abatir el movimiento insurgente de las colonias, cada vez más emancipadas de hecho. Los patriotas americanos quedaron definitivamente abocados a luchar inequívocamente por la independencia, al ser evidente que tanto la libertad política como la económica estaba vinculada a ella y no podría conseguirse como concesión del gobierno absolutista de Fernando. Se formaron ejércitos, y en campañas militares de varios años, los caudillos libertadores consiguieron acabar con la presencia española en el continente, muy debilitada y no eficazmente renovada (el cuerpo expedicionario reunido en Cádiz en 1820 no embarcó a su destino, sino que se utilizó por el militar liberal Rafael de Riego para forzar al rey a someterse a la Constitución durante el llamado trienio liberal). La independencia hispanoamericana fue así, a la vez, tanto una de las principales consecuencias como una de las principales causas de la crisis final del Antiguo Régimen en España.[36]
José de San Martín invadió Chile desde Argentina (1817), y desde allí Perú, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins (1822), para conectar con las fuerzas dirigidas por Simón Bolívar. Este había desarrollado previamente exitosas campañas (batallas de Carabobo, 1814 y Boyacá, 1819) por la zona que pasó a denominarse Gran Colombia (Venezuela, Colombia y Ecuador); aunque no logró el triunfo decisivo hasta que uno de sus lugartenientes, el Mariscal José de Sucre derrotó al último bastión realista enclavado en la zona de Perú y Bolivia (denominada así en su honor) en las batallas de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824). Paralelamente, en México se desarrolló un movimiento revolucionario propio, que llevó a la proclamación de la independencia por Agustín de Iturbide, nombrado Emperador (1821), título derivado de la posibilidad, ofrecida a Fernando VII y rechazada por este, de restablecer la monarquía española en América de una manera pactada, con un título imperial y sin competencias efectivas. También San Martín había propuesto una solución semejante, a la que renunció ante la radical oposición de Bolívar, firme partidario del republicanismo y de la total desvinculación de cualquier lazo con España (Entrevista de Guayaquil, 26 de julio de 1822).[37]
A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a todas las repúblicas a semejanza de las Trece Colonias, estas no solo no se reunieron, sino que siguieron disgregándose. La Gran Colombia se disolvió en 1830 por separación de Venezuela y Ecuador; por su parte Uruguay, provincia oriental de las Provincias Unidas del Río de la Plata se independizó de su núcleo central, Argentina, en 1828 (previamente se había aceptado la no incorporación de Bolivia, que estaba prevista); y un intento por crear una Confederación Perú-Boliviana terminó con su derrota militar a manos de las tropas chilenas, en 1839. Las Provincias Unidas del Centro de América se independizaron del Primer Imperio mexicano al transformarse este en república (1823) para formar una República Federal de Centroamérica, que a su vez se disolvió en las guerras civiles de 1838-1840. Únicamente Paraguay, que había iniciado su andadura independiente en 1811 sin oposición efectiva, permaneció ajeno a esas unificaciones y divisiones, tras fracasar el intento rioplatense de incorporarlo.
El republicanismo hispanoamericano no construyó opciones políticas democráticas, y la igualdad se veía (en términos similares a los de Tocqueville) como una amenaza al equilibrio social de una ciudadanía en precaria construcción. Las luchas internas entre federalistas y centralistas caracterizaron las primeras décadas del siglo XIX, seguidas por las que dividieron a liberales y conservadores.[38]

Otros movimientos y ciclos revolucionarios

La denominada era de las revoluciones[39] extendió el ejemplo estadounidense y francés. En algunos casos, de forma simultánea a estas y con mayor o menor éxito, como ocurrió en algunas ciudades autónomas de Europa (Lieja en 1791, por ejemplo). En la primera mitad del siglo XIX se han determinado una serie de ciclos revolucionarios, denominados por el año de inicio (1820, 1830 y 1848).
Revolución de 1820
La Revolución de 1820 o ciclo mediterráneo se inició en España (la sublevación de Riego frente al cuerpo expedicionario que iba a embarcarse para América, 1 de enero de 1820) y se extendió, por un lado a Portugal (que en las llamadas Guerras Liberales -revolución de Oporto, 24 de agosto de 1820- se independiza de Brasil en una guerra civil en la que, al contrario que en el caso de la independencia hispanoamericana, fue en la metrópoli donde los elementos más liberales controlaron la situación en perjuicio de la rama más tradicionalista de la dinastía, donde quedó asentada como Imperio de Brasil); y por otro a Italia (donde sociedades secretas de tipo masónico, como los carbonarios, inician levantamientos nacionalistas contra las monarquías austríaca en el norte y borbónica en el sur, proponiendo la española Constitución de Cádiz como texto aplicable para sí mismos). De un modo menos vinculado, también se sitúa conológicamente próxima la sublevación de los griegos iniciada en 1821, que se emanciparon del Imperio otomano con el decisivo apoyo de las potencias europeas (principalmente Francia, Inglaterra y Rusia). Significativamente fueron las mismas potencias (con la excepción de Inglaterra y la adición de Austria y Prusia) quienes protagonizaron activamente la contrarrevolución para sofocar conjuntamente, mediante la Santa Alianza los brotes revolucionarios que podían amenazar la continuidad de las monarquías absolutas, y lo siguieron haciendo hasta 1848 (véase la sección correspondiente).
Revolución de 1830
La revolución de 1830, iniciada con las tres gloriosas jornadas de París en que las barricadas llevan al trono a Luis Felipe de Orleans, se extiende por el continente europeo con la independencia de Bélgica y movimientos de menor éxito en Alemania, Italia y Polonia. En Inglaterra, en cambio, el inicio del movimiento cartista opta por la estrategia reformista, que con sucesivas ampliaciones de la base electoral consiguió aumentar lentamente la representatividad del sistema político, aunque el sufragio universal masculino no se logró hasta el siglo XX. El doctrinarismo fue la ideología que exprese esa moderación del liberalismo.
Revolución de 1848. La "primavera de los pueblos" y el nacionalismo
La era de la revolución se cerrará con la revolución de 1848 o primavera de los pueblos. Fue la más generalizada por todo el continente (iniciada también en París y difundida por Italia y toda Centroeuropa con una velocidad pasmosa, solo explicable por la revolución de los transportes y las comunicaciones), e inicialmente la más exitosa (en pocos meses cayeron la mayor parte de los gobiernos afectados). Pero, en realidad, estos movimientos revolucionarios no condujeron a la formación de regímenes de carácter radical o democrático que lograran suficiente continuidad, y en la totalidad de los casos la situación política se recondujo en poco tiempo hacia la moderación del gusto de la burguesía; en el caso de Francia, la constitución del Segundo Imperio con Napoleón III (1852-1870).
A partir de este momento clave, localizado a mediados del siglo XIX y que Eric Hobsbawm denomina la era del capital, las fuerzas históricas cambian de tendencia: la burguesía pasa de revolucionaria a conservadora y el movimiento obrero comienza a organizarse; aunque sin duda los más capaces de movilizar a las poblaciones serán los movimientos nacionalistas.
Revoluciones fuera de Europa
Fuera del mundo occidental, aunque no puede hablarse de movimientos revolucionarios desencadenados por causas socioeconómicas similares (revolución burguesa), sí se suele a veces utilizar el término revoluciones para designar a uno u otro de los diferentes movimientos occidentalizadores o modernizadores que se implantaron con mayor o menor éxito en uno u otro país, y que estaban inspirados de un modo más o menos lejano en la idea de progreso, la Ilustración o alguna referencia más o menos explícita a alguno de los ideales de 1789. Generalmente, en ausencia de base social, fueron promovidos desde el poder o círculos próximos a él, y explícitamente condenaban lo que de desorden o desestabilización pudiera tener el término revolucionario: Era Meiji en Japón (1868), los denominados Jóvenes Otomanos y Jóvenes Turcos en el Imperio otomano (1871 y 1908), el levantamiento de Wuchang de 1911 que abolió el Imperio chino (Revolución de Xinhai), distintas iniciativas de reforma del Imperio ruso (como la abolición de la servidumbre de 1861) etc.; y que llegaron cronológicamente hasta la Primera Guerra Mundial

Reacción contra la Ilustración: el Romanticismo

El Romanticismo es la superación de la razón como método de conocimiento, en beneficio de la intuición y el sentimiento compartido (endopatía). En lugar de al individuo sujeto de derechos universales, concibe a las personas singulares, vinculadas en comunidades naturales: los pueblos (concepto cultural propio del romanticismo alemán -volk, pueblo, y volkgeist, espíritu del pueblo-) y las naciones (tal como la entendían los liberales franceses, la comunidad política basada en la voluntad). Si la Ilustración entendía que la reunión de los hombres origina la sociedad, el romanticismo invierte los términos, negando la existencia de un hombre en estado de naturaleza. Románticos son tanto el tradicionalismo reaccionario como el nacionalismo revolucionario. Los primeros (Louis de Bonald, Joseph de Maistre) conciben el pueblo como una realidad histórica, anclada en el pasado y cuyos miembros vivos no pueden decidir su destino ni arrogarse derechos que no tienen, como tomar decisiones contra sus instituciones, costumbres y valores. Los segundos (Giuseppe Mazzini) se atreven a cambiar el mundo y remover fronteras seculares con tal de que incluyan a individuos de un único pueblo, que deberá ser soberano, independiente de cualquier autoridad que no emane de él mismo y libre para decidir su destino.
El prerromanticismo había surgido en la segunda mitad del XVIII (Las desventuras del joven Werther de Goethe, o la novela gótica de Horace Walpole), coincidiendo con el predominio del neoclasicismo, de modo que aunque uno es reacción contra el otro, hay quien afirma que son dos fases de un mismo movimiento intelectual.[40] La revolución se identificó con las virtudes heroicas de la Antigüedad clásica expresadas pictóricamente en el neoclasicismo de Jacques-Louis David (Juramento de los Horacios, retratos de Napoleón).
La literatura romántica se llenó de tipos literarios atormentados por las pasiones, en lucha constante contra una sociedad que se niega a dar libertad al individuo. Los ingleses Lord Byron, Percy Shelley y Mary Shelley representaron el ideal romántico no solo en la literatura, sino en su tempestuosa vida y temprana muerte. Otros autores románticos fueron el francés Victor Hugo (que provocó en el estreno de Hernani una verdadera batalla campal entre los románticos y los clásicos), el ruso Pushkin, el italiano Alessandro Manzoni, el español Mariano José de Larra o el estadounidense Edgar Allan Poe. La exploración de las antiguas tradiciones populares (el folklore), produjo recopilaciones de cuentos como la de los Hermanos Grimm, o la versión definitiva del ciclo mitológico de Finlandia en el moderno Kalevala.
Nacida de la evolución sombría de la última etapa de Goya, la pintura romántica se inauguró en Francia con el escándalo de La balsa de la Medusa (Gericault, 1822), debido no solo a su técnica, sino porque fue interpretada como una metáfora del hundimiento de Francia bajo el gobierno de Carlos X. La libertad guiando al pueblo, de Delacroix proporcionó el emblema icónico de la revolución. La música romántica, a partir de las últimas obras de Beethoven, se encuentra en Héctor Berlioz, Nicolás Paganini, Fryderyk Chopin o Robert Schumann, que superaron las convenciones del clasicismo musical con mayores libertades compositivas y acentuando los efectos musicales sobre la forma. Giuseppe Verdi o Richard Wagner aprovecharon las enormes posibilidades de la música, y sobre todo de la ópera como espectáculo total, para mover las emociones colectivas con el nacionalismo musical.
El idealismo racionalista e ilustrado del criticismo kantiano se verá conducido al romanticismo por el denominado idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel (quien identificará el espíritu absoluto con el Estado prusiano). Su expresión en el derecho fue la Escuela histórica del Derecho de Friedrich Karl von Savigny, quien propugnaba la necesidad de encontrar el verdadero Derecho Alemán, expurgando el a su juicio extranjero e intruso Derecho Romano.

Equilibrio europeo

El equilibrio europeo buscado desde el Tratado de Westfalia (1648) hasta el Tratado de Utrecht (1714) caracterizó las relaciones internacionales del siglo XVIII; superada la época de las hegemonías española (1521-1648) y francesa (1648-1714). Mientras Inglaterra consolidaba su supremacía naval (que la permitió adquirir una red de enclaves estratégicos en islas y puertos seguros en todos los océanos, además de su penetración territorial en la India), en el contintente europeo, del que prefería orgullosamente desentenderse cuando le era posible, procuraba mantener el equilibrio entre los posibles bloques de potencias que amenazaran con imponerse sobre los demás. El más obvio, formado por España, Francia y los reinos italianos de la casa de Borbón (vinculados por los Pactos de Familia), no siempre fue efectivo. En Europa Central, la rivalidad entre Austria y Prusia las neutralizó mutuamente; mientras que el ascenso del Imperio ruso benefició a ambas en los denominados repartos de Polonia. El Imperio otomano, tras el fracaso del segundo sitio de Viena (1683), dejó de ser una amenaza para Centroeuropa y a lo largo del siglo XVIII pasó a convertirse en una potencia declinante (el hombre enfermo de Europa), que perdía paulatinamente el control efectivo sobre sus provincias periféricas.
Los conflictos más destacados que se produjeron en el continente europeo fueron la Guerra de Sucesión Austriaca, la Guerra de Sucesión Polaca y la Guerra de los Siete Años (1756-1763). En las colonias de ultramar, las guerras o las paces en Europa solo representaban un lejano marco para una competencia constante, que solo en algunos casos encontró cauces diplomáticos restringidos y temporales (acuerdos entre España y Portugal sobre el territorio de Misiones).

Guerras revolucionarias y guerras napoleónicas

La Revolución francesa fue vista por las monarquías (tanto absolutas como parlamentarias) como un foco contagioso a extirpar, sobre todo tras el intento de fuga de Luis XVI (1791) y la llegada de los emigrados que huían del Terror. El manifiesto de Brunswick (1792) desencadenó las guerras revolucionarias: hasta 1815, siete coaliciones fueron sucesivamente derrotadas por el ejército revolucionario francés, que impuso una nueva forma de hacer la guerra: la guerra total, basada en la movilización nacional de ingentes masas de hombres estimulados por el patriotismo que se desplazaban velozmente; y en la imposición de bloqueos comerciales. Inicialmente Francia se limitó a defenderse, pero tras la Batalla de Valmy (1792) pasó decididamente a utilizar la guerra como un instrumento de expansión ideológica revolucionaria frente a la reacción.
El ascenso de Napoleón Bonaparte desequilibró de forma definitiva el statu quo continental en beneficio de una clara hegemonía francesa. En una década de guerras, desde la campaña de Italia (1796-1797) hasta la formación de la Confederación del Rhin (1806), conquistó todos los pequeños burgos, señoríos y reinos sobrevivientes en Alemania e Italia, y derrotó decisivamente a Austria (batalla de Austerlitz, 1805), que pasa a ser aliada, como lo era ya España. Simultáneamente, la batalla de Trafalgar impidió el control hispano-francés de los mares, necesario para la invasión a Inglaterra, que no pudo producirse. En 1807 se llegó a un acuerdo con Rusia (Tratado de Tilsit) en lo que podía entenderse como un precedente de reparto de Europa en dos esferas de influencia. Napoleón intentó destruir económicamente a Inglaterra con el bloqueo continental, para impedir que los productos de la Revolución industrial no accedieran al continente; pero los puntos débiles del proyecto estaban uno en cada extremo de Europa: Portugal (opuesta desde el comienzo) y Rusia (que reabrió sus puertos en 1810). La invasión de Portugal se convirtió en una prolongada ocupación militar en España (Guerra de Independencia Española, 1808-1814) con un alto coste. La campaña de Rusia de 1812 fue todavía más desastrosa pues, aunque se ocupó Moscú, las imposibilidad de mantener las líneas de abastecimiento obligaron a una retirada en penosísimas condiciones y jalonada de derrotas (Batalla de Leipzig, 1813) que condujeron a la abdicación del Emperador, que aceptó retirarse a la Isla de Elba (1814) mientras el trono de Francia era ocupado por Luis XVIII, hermano del rey guillotinado en 1793.
Negociaciones del Congreso de Viena (Jean-Baptiste Isabey, 1819).

Congreso de Viena

El equilibrio europeo se procuró restablecer con criterios legitimistas en el Congreso de Viena (1815), reponiendo a los monarcas de las casas tradicionales en sus tronos, aunque el statu quo anterior a 1789 nunca se recuperó. Incluso la vuelta de los Borbones al trono de París se vio amenazada durante los cien días de 1815 en que Napoleón retomó el mando e intentó desafiar de nuevo a las potencias coaligadas en la Batalla de Waterloo, que supuso su derrota final y su confinamiento en la isla de Santa Elena. El recelo hacia Francia se pretendió conjurar con el reforzamiento de estados tapón en su fronteras: el reino de Cerdeña (germen de la unidad italiana) y el reino de Holanda (de creación napoleónica, al que se incorpora Bélgica hasta su independencia en 1830).

Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Sistema Metternich

Inglaterra consolidó su predominio mundial conjugado con su política de aislamiento en temas europeos, mientras Rusia se convertía en el gendarme de Europa. El sistema Metternich, diseñado por el canciller austríaco y basado en la coincidencia de intereses de las potencias de la Santa Alianza (la católica Austria, la luterana Prusia y la ortodoxa Rusia, que invocaban a la Santísima Trinidad en el inicio de su documento fundacional), mantuvo el equilibrio continental hasta 1848, mediante la convocatoria de congresos: Congreso de Aquisgrán (1818), de Troppau (1820), de Liubliana (1821) y de Verona (1822); basados en el principio de intervención para sofocar y evitar la extensión de cualquier brote revolucionario. Inglaterra, una monarquía parlamentaria, no se sumó a la Santa Alianza, sino a una Cuádruple Alianza a la que posteriormente se adhirió Francia.

Apertura de espacios continentales "vírgenes"

Aunque la era del imperialismo[41] no llegó hasta el último cuarto del XIX (repartos de África y de Asia), desde comienzos de siglo XIX se produjo una presión expansiva, cuyo origen es la revolución demogáfica, sobre los espacios continentales vírgenes de la zona boreal (el Canadá británico, el Oeste estadounidense, el Oriente ruso[42] ) y austral (Colonia del Cabo, británica desde 1806; Australia, parte de la cual se convirtió en una colonia penitenciaria; la Patagonia argentina y chilena, la Amazonia brasileña y peruana, etc.).
La virginidad atribuida a esos espacios, a pesar de su evidente vacío demográfico en comparación con las saturadas zonas urbanas europeas, no era en realidad un vacío humano y cultural. Aborígenes australianos, maoríes, patagones, fueguinos, sioux, apaches, buriatos, lapones, esquimales y toda una constelación de pueblos indígenas cuya relación con la tierra respondía a lógicas no solo preindustriales, sino a menudo preneolíticas, fueron ignorados en cuanto habitantes y sus posibles valores despreciados como primitivos.
En otros contextos, sobre zonas muy pobladas cuya civilización no podía ignorarse, la presión del Imperio austrohúngaro y del Ruso sobre los Balcanes otomanos y el inicio de la colonización francesa de Argelia (1830) respondía a la misma lógica. La penetración británica en la India venía ya del siglo XVIII.
Construcción del Canal de Panamá (1907).

Expansión de los Estados Unidos

Go West, young man, go West.
Ve al Oeste, muchacho, ve al Oeste.
La fortaleza de la independencia estadounidense se apoyó firmemente en su inmensidad territorial. Los británicos emprendieron una expedición de castigo contra Washington, que fue incendiada en 1815, pero era obvio que tales intervenciones no podían tener continuidad. Los Estados Unidos habían incorporado la colonia francesa de Luisiana en 1803 y la española de Florida en 1819, adquiriendo una fachada marítima hacia el sur. No obstante, su principal ampliación territorial, mediante guerras contra México, fueron los territorios desde Texas (independizado en 1836, incorporado en 1845) hasta California (Tratado de Guadalupe Hidalgo, 1848). Por añadidura quedaba el inmenso interior continental, que habían explorado Lewis y Clark (1804-1806). La épica del Lejano Oeste fue formando una identidad nacional basada en el individualismo del colono de la frontera, que tras recorrer la pradera en carromato, levantaba su cabaña de troncos y se apropiaba de tanta tierra como pudiera cultivar y defender de los indios. La relación de estos con la tierra no tenía nada que ver con el concepto liberal de propiedad que se impuso por la colonización; privados de ella, se vieron forzados a la reclusión en reservas, no sin lucha (Guerras Indias). Otra figura mitificada fue la de los mineros que acudían a las sucesivas fiebre del oro de California (1849 -los fortyniners-) y Alaska (comprada a Rusia en 1867, y afectada por la fiebre del oro de Klondike en 1897 -descrita por Jack London en Colmillo Blanco-).
El presidente James Monroe enunció en 1823 la denominada Doctrina Monroe (América para los americanos), que promovía el aislamiento continental: ni Estados Unidos intervendría en los asuntos políticos de Europa, ni dejaría que Europa hiciera lo propio en Estados Unidos. Se entendía que el contexto, el momento clave de las guerras de independencia hispanoamericanas, incluía una suerte de extensión de la declaración a todo el continente. La doctrina Monroe, inicialmente defensiva, se acompañó posteriormente de la doctrina complementaria del Destino Manifiesto (es el destino de los Estados Unidos, decidido por Dios, llevar la libertad y la democracia al resto de las naciones del globo), en un verdadero "derecho de intervención" sobre el resto de América, que de forma más explícita se expresó como la Big Stick Policy ("Política del Gran Garrote) aplicada decididamente por Theodore Roosevelt (presidente entre 1901 y 1908), especialmente en la Independencia de Panamá, como consecuencia de la construcción del canal.
El fuerte proceso de industrialización afectó de forma divergente al Norte (liberal y dinámico, receptor de grandes contingentes de emigrantes) y al Sur (conservador y elitista, basado en la agricultura esclavista). La tensión llegó a su punto álgido con la presidencia de Abraham Lincoln, y en 1861 estalló la Guerra de Secesión, en la que se impuso el Norte.
La cultura estadounidense fue conjugando la tradición occidental con los valores autóctonos del "país de frontera", entre la construcción de una épica de identidad nacional (James Fenimore Cooper, El último mohicano; Walt Whitman, Hojas de hierba), y la influencia europea (Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne).

Formación y expansión de los estados latinoamericanos

La libertad, como medio, el orden como base, y el progreso como fin.
Después de su proceso de emancipación, las jóvenes repúblicas de Latinoamérica debieron afrontar la tarea de darse una organización propia, fracasados los grandes proyectos panamericanos (la Gran Colombia, la Confederación Perú-Boliviana). En lo político, el sello común fue la oscilación entre la inestabilidad política y el autoritarismo. En algunos casos, a imitación del Imperio napoleónico, se dieron una forma política imperial, caso del Imperio del Brasil (1822-1888) o del Imperio mexicano (1821-1823). En otros, prolongadas dictaduras, como las de Juan Manuel de Rosas en Argentina o el Mariscal de Santa Anna en México. Hubo densas guerras civiles en las que se ventilaron intereses políticos locales, como la que se libró entre el federalismo de las provincias argentinas y el centralismo de Buenos Aires; o las continuas rebeliones de Concepción contra Santiago de Chile. La República de Chile se consolidó tempranamente con una gran estabilidad política, pero al precio de consolidar bajo Diego Portales una constitución (la de 1833) de carácter fuertemente autoritario, en una especie de régimen monárquico disfrazado. Numerosas guerras tuvieron carácter territorial, alterando el trazado fronterizo entre las nuevas naciones, como la Guerra del Pacífico (Perú y Bolivia contra Chile, 1879-1884) y la Guerra de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay contra Paraguay -que acabó prácticamente desprovisto de su población masculina adulta-, 1864-1870).
A pesar de la enfática declaración de la doctrina Monroe (que los Estados Unidos no estuvieron en condiciones de sostener eficazmente hasta finales del siglo XIX) hubo intentos de reconstruir la presencia imperialista europea en el continente americano. En 1865 España envió una expedición naval contra Chile y Perú (también llamada Guerra del Pacífico), mientras que en 1864, y bajo pretexto de cobrarse la deuda externa de México, fue Francia la que realizó una intervención militar que impuso la entronización de un Emperador títere (Maximiliano de Austria, 1864-1867). El expansionismo estadounidense frente a México ya había significado la anexión de todo sus territorios septentrionales (Texas, Nuevo México y California). Cuando los Estados Unidos estuvieron en posición de intervenir más al sur con base en su presencia en Cuba y Puerto Rico (a partir de 1898, guerra hispano-estadounidense), se convirtieron ellos mismos en la principal potencia imperialista del continente: imposición a Colombia de la separación de Panamá por Theodore Roosevelt, 1903; intervención en Nicaragua desde 1909, contra la que se levantó Augusto Sandino; apoyo a las actividades de la United Fruit Company en las denominadas repúblicas bananeras, etc.
La poderosa oligarquía de comerciantes y hacendados desarrolló una imagen de sí misma como élite ilustrada y europeizada. Fue en el siglo XIX, y no en la época colonial anterior, cuando se produjeron: la más decisiva expansión del idioma español en América (Andrés Bello); y el control sobre los indígenas que habitaban territorios que el Imperio español apenas nominalmente pretendía poseer (como el sur de Argentina). Esa élite, en las grandes naciones sudamericanas, también intentó llevar a cabo la industrialización, atrayendo para ello las inversiones de capitales procedentes de Europa, sobre todo de Inglaterra, verdadera potencia neocolonial durante todo el siglo XIX. El protagonismo exterior perpetuó la dependencia económica y la inclusión de la región en la división internacional del trabajo como productora de materias primas y mercado importador de productos manufacturados. Lo limitado del progreso económico no impidió la importación de los problemas de la era industrial, creando también en Latinoamérica una cuestión social que en su caso se agudizaba por la multietnicidad latinoamericana (europea, indígena y africana).
En la segunda mitad del siglo XIX, la literatura latinoamericana se ciñó a los experimentos derivados del realismo europeo, y a inicios del XX, a los de las vanguardias. La reivindicación indigenista llegaría más adelante, asociándose con la izquierda política. El movimiento intelectual dominante fue el positivismo, la corriente filosófica con influencia más trascendente en la región tras la escolástica hispana colonial, y que en términos políticos fue más decisiva que el propio liberalismo (Melchor Ocampo, Faustino Sarmiento, etc.).[44]

Expansión de Rusia

Alejandro I de Rusia, tras la derrota de Napoleón, procuró evitar toda posible nueva revolución en Europa, mientras que en su propio territorio tuvo que hacer frente a la Revuelta Decembrista (1825), fácilmente reprimida. Tanto él como Nicolás I de Rusia (apodado el gendarme de Europa) se esforzaron en asentar la autocracia zarista y evitar que la modernización económica de Rusia trajera consigo cambios sociales o políticos. Alejandro II de Rusia, por el contrario, emprendió una serie de reformas liberalizadoras, como la emancipación de los siervos (1861). Su política reformista, similar a los planteamientos del despotismo ilustrado del XVIII, no fue aceptada por los partidarios de transformaciones radicales (nihilismo), que optaron por la violencia mediante varios intentos de magnicidio, hasta el definitivo en 1881.
El Imperio ruso se convirtió en la potencia territorial dominante de Eurasia, expandiendo su frontera sur desde el Danubio y el Cáucaso hasta el Asia Central, la Frontera del Noroeste de la India Británica y los confines del Imperio de China; mientras que por el Pacífico norte llegaba hasta Alaska. La gran extensión de Siberia fue objeto de una discontinua colonización. A finales del siglo XIX se conectaron sus aislados núcleos con el trazado del ferrocarril transiberiano entre Moscú y Vladivostok (puerto en el Pacífico fundado en 1860).
La búsqueda de salidas a mares libres de hielos (su gran debilidad geoestratégica) caracterizó la política rusa de toda la época, y lo siguió haciendo tras la Revolución soviética de 1917. En lo concerniente a los Balcanes, estos intereses territoriales se expresaron ideológicamente en el paneslavismo, con el que patrocinó los movimientos independentistas frente al Imperio otomano, un punto de fricción determinante para la estabilidad europea que se denominó Cuestión de Oriente.

La "era victoriana" británica

La sociedad británica pasó de la era georgiana, que cubre el siglo XVIII y el primer tercio del XIX, a la era victoriana (el reinado de excepcional duración de Victoria I, 1837-1901, seguido sin solución de continuidad por la era eduardiana de su hijo, el eterno príncipe de Gales, Eduardo IV, 1901-1910). Convertida por su protagonismo en la revolución industrial en taller del mundo, la supremacía naval hacía del Reino Unido el gendarme de los mares. Su dominio imperial era justificado con una ideología paternalista (abolición de la esclavitud, libertad de actividades para los misioneros, extensión del progreso y el conocimiento científico a través de la exploración geográfica y los beneficios del libre comercio, etc.). La extraordinaria red de correos permitió que durante su viaje en el Beagle (1831-1836), el joven naturalista Charles Darwin pudiera mantener un contacto regular bidireccional con sus familiares y profesores.
El parlamentarismo británico demostró la flexibilidad suficiente para acoger paulatinas ampliaciones del cuerpo electoral al tiempo que mantenía características tradicionales, como la aristocrática Cámara de los Lores y la desigualdad de representación territorial (ciudades industriales sin diputado frente a rotten boroughs -"burgos podridos", circunscripciones de muy pocos votantes-). El sistema mayoritario implicaba el turno en el poder de primeros ministros tory (conservadores, como Disraeli, que representaban los intereses de la gentry o clase terrateniente) y whig (liberales, como Gladstone, que representaban los intereses comerciales y financieros de la City); aunque lo verdaderamente característico del sistema político británico fue que en vez de polarizarse, ambos partidos convergían en lo esencial, correspondiendo muchas veces a los conservadores realizar las reformas de mayor calado. No obstante, la recepción de las demandas sociales fue muy desigual: el movimiento cartista consiguió solo parcialmente y con el tiempo ver atendidas algunas de sus reivindicaciones laborales y políticas; mientras que el movimiento autonomista irlandés vio constantemente rechazadas sus pretensiones de autogobierno, e incluso las desesperadas peticiones de ayuda durante el hambre de Irlanda (1845-1849) se veían ignoradas en nombre de la libertad económica, lo que condujo a la convicción de que solo el independentismo radical conseguiría resultados.

La "Era del Capital" y la "Era del Imperio" (1848-1914)

Lenin definió al imperialismo como fase superior de desarrollo del capitalismo (1905); y John A. Hobson (1902) estudió su relación con el crecimiento demográfico y el descenso de la tasa de beneficio en los países europeos, fenómeno para el que la emigración y los imperios coloniales servía como válvula de escape para reducir tensiones sociales, cuyo estallido de otro modo hubiera sido difícilmente evitable.[45] La segunda mitad del siglo XIX fue sin duda la Era del Capital,[46] no solo por eso, sino por la aparición de El Capital de Carlos Marx (1867, completado póstumamente en 1885 y 1894). Las tensiones, no obstante, no dejaron de acumularse por más que las opiniones públicas de finales del siglo XIX, optimistas y despreocupadas, confiaran en el progreso indefinido (al tiempo que mostraban la proclividad de la naciente sociedad de masas a la manipulación de sus más bajas pasiones y su violencia latente -resentimiento social, lucha de clases, ultranacionalismo, antisemitismo, revanchismo, chauvinismo, jingoísmo-). Tras el engañoso periodo de paz entre las grandes potencias que se prolongó entre 1871 y 1914 (denominado Belle Époque), la inviabilidad de la continuidad de las estructuras quedó violentamente puesta de manifiesto por el estallido de la Primera Guerra Mundial y sus trascendentales consecuencias.

Cuestión de Oriente, levantamientos nacionalistas y Sistema Bismarck

En la segunda mitad del siglo, la Cuestión de Oriente, las unificaciones italiana y alemana y la competencia por los repartos coloniales fueron los principales motivos de conflicto internacional, que encontraron su cauce en una nueva red de alianzas y congresos conocida como sistema Bismarck.
El complejo problema internacional de los Balcanes se remontaba a la década de 1820 con la independencia griega, que se sustanció gracias al apoyo de las potencias occidentales. A partir de entonces, la delicada situación en que quedó el Imperio otomano frente a las multiétnicas poblaciones locales fomentó los expansionismos rivales ruso y austríaco. En su búsqueda del mantenimiento del statu quo (que resultaría gravemente alterado sobre todo en el caso de que Rusia consiguiera abrirse paso hasta el Mediterráneo), Inglaterra se identificó con los intereses turcos, organizando una coalición internacional en su apoyo en la Guerra de Crimea (1853-1863). La situación no se estabilizó, y se repitieron periódicamente los conflictos: Guerra Ruso-Turca (1877-1878) y Guerras de los Balcanes (1912-1913); y las mediaciones internacionales (Congreso de Berlín de 1878, que recondujo el Tratado de San Stefano, muy favorable a Rusia).
Los movimientos nacionalistas se generalizaron por toda Europa Central y Oriental, en algunos casos a partir de las organizaciones surgidas en la emigración a América, de donde surgirán sus cuadros dirigentes.[47]
Tras de la derrota austriaca en la Guerra Austro-Prusiana (1867), los húngaros, que previamente se habían sublevado en 1848, se encontraron en situación de exigir al Emperador el denominado Compromiso Austrohúngaro por el que se constituyó una dúplice monarquía conocida como Imperio austrohúngaro, encauzado como expresión de la tradicional visión multinacional de los Habsburgo.

Unificaciones de Alemania e Italia

Previamente, en 1864, se había iniciado una serie de guerras, cuidadosamente diseñadas desde la cancillería prusiana por Otto von Bismarck, que impuso su visión de una pequeña Alemania frente a la posibilidad alternativa: una gran Alemania que incluyera a su rival, la monarquía austriaca. La fuerte personalidad del canciller de hierro era expresión de los intereses sociales de la clase terrateniente prusiana (junkers), comprometida con el peculiar desarrollo industrializador y la unidad de mercado que se venían desarrollando desde la Zollverein (unión aduanera de 1834) y la extensión de los ferrocarriles. Con la victoria de la coalición de estados alemanes en la Guerra Franco-Prusiana (1871) se llegó a la proclamación del Segundo Reich con el rey de Prusia Guillermo I como káiser.
En 1859 se había iniciado un diseño unificador similar para Italia desde el Reino de Piamonte-Cerdeña, en el que destacaron las iniciativas del Conde de Cavour y el decisivo apoyo francés frente a Austria. Las románticas campañas de Garibaldi plantearon una dimensión popular que fue neutralizada por las élites dirigentes (burguesía industrial y financiera del norte y aristocracia terrateniente del sur). Para 1864 solo quedaba la ciudad de Roma, último reducto de los Estados Pontificios cuya continuidad quedaba garantizada por el compromiso personal de Napoleón III de Francia. La caída de este en 1871 permitió la anexión final, convirtiendo al Papa Pío IX en el prisionero del Vaticano. El papado, que había condenado al liberalismo como pecado,[48] mantuvo esa incómoda situación con el Reino de Italia y la Casa de Saboya (considerada la más liberal de las casas reinantes en Europa) hasta el Tratado de Letrán, negociado con la Italia fascista de Mussolini en 1929.
Caricatura de Cecil Rhodes, uno de los principales colonialistas ingleses, como moderno coloso de Rodas, que al tiempo que asienta firmemente sus botas sobre África, ejerce de portador de la civilización en forma de hilo telegráfico y ferrocarril entre El Cabo y El Cairo, el sueño del "imperio continuo" (1892).
En una caricatura de finales del siglo XIX, la tarta de China empieza a repartirse entre la reina Victoria de Inglaterra, el Kaiser Guillermo II de Alemania y el zar Alejandro II de Rusia, contemplados por el Emperador Meiji y Marianne (personificación de la República Francesa).

El reparto colonial

La Revolución industrial permitió a las naciones europeas un salto de gigante en el arte de la guerra. El antiguo barco a vela fue superado por las naves impulsadas por carbón primero, y por petróleo después. A comienzos del siglo XIX los barcos a vapor eran una curiosidad; apenas medio siglo después se botaba al mar el primer acorazado (1856). El barco de hierro e impulsado por carbón se transformó en símbolo del nuevo imperialismo, hasta el punto que la política europea de imponerse por la vía directa del ultimátum militar pasó a ser motejada como diplomacia de cañonero. Los progresos de la guerra en tierra no fueron menores (ametralladora, pólvora sin humo, fusil de retrocarga). El sistema de reclutamiento del Antiguo Régimen fue sustituido por el servicio militar obligatorio, inspirado por el más puro sentido democrático de que todos los habitantes de la República deben contribuir a su defensa, lo que permitió a las naciones europeas poner en pie de guerra a ejércitos de literalmente millones de hombres, por primera vez.
El sistema internacional impulsaba a la creación de imperios. En los siglos XVI y XVII, a diferencia de la colonización de América, y la presencia en África y el Pacífico (limitada a bases costeras), la intervención europea en el continente asiático se había visto obstaculizada por grandes potencias que les impedían el paso (Imperio otomano, Gran Mogol de la India, Imperio chino o Japonés). En el siglo XVIII, varios de ellos manifestaban una franca declinación, y las potencias europeas más audaces se aprovecharon para obtener ventaja de ello. La penetración paulatina en la India sustituyó a los poderes locales con gobernantes de facto, manteniendo el Raj Mogol una autoridad puramente nominal, hasta su derrocamiento definitivo en 1857.
A estos vacíos geoestratégicos que las potencias coloniales se apresuraban a llenar fuera de Europa, se correspondía en el continente la gestión de un delicado equilibrio de poderes, que después del Congreso de Viena procuraba evitar la posibilidad de reconstruir la hegemonía de ninguna potencia con capacidad de abatir a todas sus rivales. Los nuevos territorios de ultramar significaban el acceso a nuevas fuentes de materias primas demandadas por el proceso industrializador.
Beneficiados por los resultados de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), que expulsó a Francia de la India y Canadá, los británicos pudieron reponerse de la pérdida de los Estados Unidos y mantener la delantera en la carrera por un imperio mundial. A finales del siglo XIX, el Imperio Británico se extendía por aproximadamente una cuarta parte de todas las tierras emergidas, incluyendo numerosas zonas de África, la India, Australia, y una fuerte influencia en China. Francia le había seguido de cerca; tras la colonización de Argelia (1830) comenzó la de Indochina. Los Países Bajos asentaron su dominio sobre Indonesia. España perdió su imperio americano, conservando solo Cuba y Filipinas (perdidas ante los Estados Unidos en 1898), y solo consiguió acceder a una pequeña porción del reparto de África (Guinea Ecuatorial, el Sahara español y el Marruecos español). Italia y Alemania, unificadas tardíamente, no alcanzaron a generar grandes imperios coloniales, debiendo conformarse con el dominio de algunas islas en la Polinesia y algunos territorios africanos (Libia y Somalia los italianos; Camerún y Tanganika los alemanes).
África era un continente casi inexplorado, y la labor de colonización fue precedida por acuciosas empresas de exploración; a finales del siglo XIX solo subsistían Liberia, Orange, Transvaal y Abisinia como naciones independientes, cada una por razones diversas. El gran beneficiado del reparto africano fue Leopoldo de Bélgica, que basándose en una reputación filantrópica (que en la práctica suponía las más atroces técnicas de explotación) consiguió hacerse con un imperio de grandes dimensiones en el Congo que legó al pueblo belga. Francia e Inglaterra compitieron por un imperio continuo (de costa a costa) por el que chocaron en el incidente de Fachoda (Sudán, 1898), correspondiendo a los ingleses la posibilidad de construirlo tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial.
En la India hubo un masivo levantamiento popular contra la presencia británica (1857 rebelión de los cipayos), que llevó a la disolución de la Compañía de las Indias Orientales y a su anexión directa a la Corona como Raj o Imperio de la India. Los intentos de penetración en Afganistán, en medio del gran juego contra los rusos por el dominio de lo que se definió como área pivote de Eurasia no fueron efectivos. En China la Guerra del Opio significó la sumisión colonial efectiva del Celeste Imperio, debilitado internamente (en buena medida, por el propio consumo del opio cuyo intento de prohibición causó la guerra, en nombre del libre comercio). En 1853 una escuadra estadounidense comandada por el comodoro Matthew Perry llegó hasta la bahía de Yedo y arrancó al Shogunato Tokugawa un tratado por el cual los japoneses se vieron forzados a abrirse al comercio internacional. En su caso, en vez de condenarles al colonialismo, significó un revulsivo nacionalista que condujo a la Era Meiji y la modernización.
Hacia finales del siglo XIX, el mundo entero era regido desde Europa o Estados Unidos. En 1885, el Tratado de Berlín repartía el mundo entre las potencias europeas sin que los repartidos tuvieran voz ni voto.
El racismo era una postura intelectual ampliamente defendida. Se llegó a afirmar que la conquista del mundo habitado era la "sagrada misión del hombre blanco",[49] de llevar la civilización a los salvajes. Para el europeo del siglo XIX era natural pensar que las demás razas, eran por naturaleza inferiores. Irónicamente, el darwinismo vino a proporcionar nuevos argumentos para esta postura, ya que algunos consideraron muy seriamente que el hombre blanco era la cumbre de la evolución humana. El epítome de esta ideología fue la creencia en la superioridad intrínseca de la "raza nórdica", que terminará teniendo crudas consecuencias en el siglo siguiente.
Uno de los primeros daguerrotipos (1839).
Charles Darwin caricaturizado como un mono (1871), en una de las muchas burlas a su teoría de la evolución.

Positivismo y "Eterno Progreso"

Desde mediados del siglo XIX, la vida intelectual basculó nuevamente, desde la postura idealista propia del romanticismo, a una objetivista y vinculada al desarrollo científico. El éxito de las potencias imperialistas europeas al extenderse sobre el planeta llevó a la convicción de que la cultura europea era el epítome de la civilización. La ciencia y la tecnología estaban alcanzando un nivel de desarrollo y retroalimentación que posteriormente se ha definido como la interdependencia de ciencia, tecnología y sociedad. Se depositaba una inmensa fe en la ciencia. Se pensaba que el progreso de la humanidad era imparable, y que con tiempo, la ciencia resolvería todos los problemas económicos y sociales. A este dogma filosófico se le llamó positivismo (Auguste Comte, Curso de filosofía positiva, 1830-1842).
La confianza en el paradigma newtoniano se veía respondida con el descubrimiento del planeta Neptuno (1846) o la elegancia predictiva de la tabla periódica de los elementos (Dmitri Mendeléyev, 1869). Si la termodinámica debía más a la máquina de vapor que al revés,[50] ya no se podía decir lo mismo para el convertidor Bessemer, la fotografía, el motor de explosión o las diversas aplicaciones de la electricidad. Si la vacuna de la viruela fue la afortunada aplicación de una antigua tradición rural, las vacunas de Louis Pasteur (carbunco, 1881, rabia, 1885) eran fruto de una microbiología consciente. Georges Cuvier, James Clerk Maxwell o Lord Kelvin, como muchos otros grandes científicos, fueron tan admirados públicamente como lo habían sido los artistas del Renacimiento. El testamento de Alfred Nobel (1896), fruto confesado de su mala conciencia por una vida dedicada a los explosivos (inventó la dinamita) respondió de un modo preciso a ese espíritu con la institución de los Premios Nobel, que aún siguen siendo el referente mundial de la excelencia científica.
En 1859, después de más de dos décadas de reflexión que solo se atrevió a interrumpir ante el estímulo de ser adelantado por Wallace, Charles Darwin publicó El origen de las especies. Aunque las ideas evolucionistas ya estaban presentes en el debate científico (Linneo, Buffon, Lamarck), la idea de selección natural como mecanismo fue la clave de su potencia explicativa. El terremoto intelectual que generó aún no ha dejado de producir consecuencias (nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución).[51] El llamado darwinismo social, que utilizaba una lectura sesgada del evolucionismo, veía en conceptos tales como la lucha por la vida y la supervivencia del más fuerte la justificación de prejuicios disfrazados de teorías científico-sociales (Herbert Spencer).
Las primeras novelas de Julio Verne, utilizando el trasfondo del relato de aventuras, son una glorificación de la ciencia y la técnica (Viaje al centro de la Tierra, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna). El Verne más tardío escribió relatos mucho más sombríos, poniendo énfasis en los peligros de la ciencia incontrolada (Los quinientos millones de la Begún, La misión Barsac), al tiempo que su contemporáneo Herbert George Wells hacía algo similar (La guerra de los mundos, El hombre invisible, La isla del Doctor Moureau o La máquina del tiempo). También en el reverso del optimismo, el realismo literario y sobre todo el naturalismo reaccionaron contra los excesos sentimentales del romanticismo tardío construyendo una literatura pretendidamente científica y objetiva, que estudiaba los problemas sociales de la época (Émile Zola y su denuncia de las injusticias de la industrialización: Naná, Germinal, etc.).
La bolsa del algodón en Nueva Orleans, Edgar Degas, 1873. Ante una muestra de una de las materias primas clave de la Revolución industrial, comerciantes ataviados con las levitas, chisteras o bombines propios de la moda burgesa de mediados del XIX (pocas generaciones antes, solo las clases bajas, los sans-culottes de la Revolución francesa, vestirían pantalones, se dejarían barba y no llevarían peluca). Examinan el género, consultan informaciones en prensa y dialogan para establecer transacciones y fijar los precios según la oferta y la demanda del mercado libre; funciones propias de una bolsa, la institución económica clave del capitalismo industrial y financiero.
Laboratorio de Menlo Park, organizado por Thomas Alva Edison con un criterio tanto científico-tecnológico como capitalista.

El asentamiento de la revolución burguesa

Capitalismo industrial y financiero. Segunda revolución industrial

La política de librecambismo reemplazó, al menos en parte, al proteccionismo de la época mercantilista, aunque los intercambios del comercio internacional estaban sobre todo presididos por el llamado pacto colonial que reservaba las colonias como mercado cautivo de sus respectivas metrópolis. Aun así, las barreras para el comercio y la inversión a escala planetaria eran sustancialmente menores que en cualquier época anterior. Los empresarios exitosos ya no estaban limitados por el mercado nacional a la hora de invertir y buscar ganancias.
La industrialización y el desarrollo de nuevas técnicas entró en el último tercio del siglo XIX en una segunda fase de la revolución industrial que abrió nuevos mercados para recursos que hasta entonces carecían de toda utilidad, como el petróleo y el caucho. En determinados casos, la extraordinaria demanda generó verdaderas fiebres (fiebre del salitre en el norte de Chile, tras la Guerra del Pacífico, fiebre del caucho en la Amazonia brasileña y peruana). El mundo entero se convirtió así en un enorme y vasto mercado global, creándose así por primera vez una red de comercio internacional de escala literalmente mundial, no solo por su alcance geográfico, sino también por la interconexión entre los distintos productos que se comerciaban a lo largo y ancho del planeta, sirviendo unos como materias primas a otros y alargando las cadenas de producción, haciéndolas más intrincadas e interdependientes.
Las figuras jurídicas de las empresas se sofisticaron, permitiéndose la disolución de la responsabilidad individual del empresario en responsabilidad limitada a su aportación de capital (en el Reino Unido desde 1855, en Francia desde 1863), permitiendo la acumulación de numerosos capitales privados en sociedades anónimas que se constituyeron en grandes corporaciones industriales, mercantiles, ferroviarias, navieras, financieras, etc. que superaban la capacidad de cualquier fortuna familiar, incluso la fabulosa acumulada por la más rica (los Rotschild). La concentración de empresas adquirió formas sofisticadas (cártel, trust, holding) que alejaba cada vez más la propiedad de la gestión (confiada a ejecutivos responsables ante los miembros de los consejos de administración) y de la producción directa.
Las potencias industriales de Europa Occidental empezaron a experimentar la competencia de un espacio de industrialización más tardía, pero mucho más acelerada: Alemania (unificada económicamente desde el Zollverein de 1834 y políticamente desde 1870). Un comportamiento similar tuvieron Japón (desde la revolución Meiji, 1866) y los Estados Unidos (desde la victoria del norte en la guerra de Secesión, 1865). Europa meridional y oriental tuvieron una industrialización más lenta y localizada en focos aislados (Lombardía en Italia, País Vasco y Cataluña en España, Bohemia en el Imperio Austro-húngaro y varios núcleos en la inmensa Rusia).
La ideología individualista y los límites al poder político configuraron a los Estados Unidos, en continua expansión territorial y demográfica, como el lugar más idóneo para el desarrollo del capitalismo industrial y financiero, a pesar de su mayor recelo a la constitución de las figuras jurídicas desarrolladas en Europa. A pesar de ello, las grandes fortunas surgidas en la industria petrolífera y el acero (David Rockefeller y Andrew Carnegie) lograron constituir verdaderos monopolios. Otros poderosos grupos empresariales surgieron en el sector terciario: el imperio periodístico de William Randolph Hearst o los primeros estudios de Hollywood. La necesidad de innovación científico tecnológica demandaba la superación de los inventos como una inspiración o genialidad individualista: Thomas Alva Edison fue pionero en la idea de reunir a un grupo de científicos, ingenieros y trabajadores especializados en un verdadero taller de invenciones en el que importaba el proyecto de investigación común, no la figura del inventor. El temor a que los monopolios destruyeran el ideal de libre empresa (empresarios privados de iniciativa individual en el marco de un mecado libre) era ampliamente compartido. La idea de concentración de poder económico era tan amenazadora como la de concentración de poder político, y el monopolio se asociaba a la tiranía. Se dictaron leyes antimonopolios, e incluso Rockefeller fue llevado a juicio. Su firma, la Standard Oil Company (Esso), fue condenada a disgregarse en 1911. Sin embargo, estas acciones no impidieron que en el paso de los siglos XIX al XX se concentrara el capital en manos de un selecto club de multimillonarios, y que se crearan las modernas transnacionales.
La mano de obra de los sectores punteros ya no podía ser el indiferenciado proletariado desprovisto de cualificación profesional de los sectores maduros (que siguieron siendo mayoritarios hasta mucho más adelante). Henry Ford tenía que pagar a los obreros de su cadena de montaje unos salarios muy superiores a los del resto de la industria; argumentaba que era la mejor manera de convertirlos en clientes que pudieran comprar un automóvil, el bien de consumo típico de la segunda revolución industrial (el prototipo de Benz apareció en 1886 y el Ford T comenzó a producirse en 1908 -hasta 1927, más de 15 millones de unidades-).
La aplicación de la electricidad a todos los aspectos de la vida cotidiana, desde el teléfono a la iluminación, cambió incluso la forma y tamaño de las ciudades. Dos nuevas formas de desplazamiento: el ascensor en vertical y el tranvía eléctrico en horizontal (ambas debidas en parte a Frank Julian Sprague, 1887 y 1892), permitieron a las viviendas alejarse de los lugares de trabajo, a los edificios elevarse en alturas insospechadas (los negocios y las viviendas de los ricos ya no se limitaban al primer piso y los áticos, antes reservados a los pobres, pasaron a ser los más cotizados) y a los barrios diversificarse socialmente. Chicago fue la primera ciudad en experimentar el nuevo modelo, gracias a su reconstrucción tras el incendio de 1871. El Metro de Londres se electrificó desde 1890, y a partir de entonces se extendió ese modelo de movilidad urbana por las mayores ciudades del mundo. La forma del suministro del fluido eléctrico desató una guerra de las corrientes entre Westinghouse (Nikola Tesla) y General Electric (Edison), uno de cuyos episodios más morbosos fue el patrocinio de la silla eléctrica (1890) por Edison para demostrar los peligros de la corriente alterna generada por su competidor.

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